A los 62 años de mi Salida de Cuba

Desperté a las 6 de la mañana ese 4 de julio de 1961.
Recuerdo haber regado unas maticas de frijoles negros que hacía unas semanas había sembrado en una maceta redonda de barro carmelita, ancha pero no muy alta. Le pedí a mis padres, Carlos y Augusta, que me la cuidaran.
Ese día terminamos de empacar mi maleta. Recuerdo que mami incluyó un sweater rosado y una chaqueta dorada de vinilo. (Aunque era el mes de julio, me iba para el norte y tenía que tener abrigos para protegerme del frio.) Tengo que haberme despedido de mis hermanos Francisco Javier y Alejandro. Cuando les he preguntado muchas décadas después ellos me dicen que no se recuerdan. Mi hermano Carlos Alberto, el mayor de todos, ya estaba casado y no vivía en el apartamento del tercer piso del edificio de Miramar donde residíamos con nuestros padres.
El día antes me había enterado que me habían dado una visa waiver. En palabras de mi mamá, que oigo todavía dentro de mi como un eco del pasado “conseguida a través de eso que llaman Operación Pedro Pan.” He contado esto a algunas personas que me han comentado que es imposible que mami me hubiera dicho eso, pues ese nombre era un secreto y nadie lo conocía. Mi respuesta es, sí, era secreto para la prensa, para el público, para la mayor parte de las personas. Pero mi mamá lo conocía y me lo dijo. Tal vez porque en Cuba, y en cualquier país, es difícil guardar en secreto los secretos.
Cuando mami me anunció que me iba en el ferry para los Estados Unidos, yo estaba en casa de unos vecinos, quienes me habían ofrecido regalarme un conejito blanco y mis padres me habían dado permiso para tenerlo.
Desde finales de marzo, o tal vez principios de abril de ese año, yo había dejado de ir a la escuela. Ya casi todas mis amigas del Colegio de las Ursulinas se habían ido de Cuba. Extrañaba a mis compañeras y al colegio, que estaba cerrado porque el gobierno había intervenido todas las escuelas privadas y había cerrado hasta las públicas para cambiar el programa de educación en toda la isla. En ese aburrimiento y soledad, las maticas de frijoles me entretenían y el conejito me daría compañía. Los tuve que dejar.
Por supuesto, dejar atrás a mis padres y a mis tres hermanos fue lo más difícil. También el dejar a Cuba. El ferry J. R. Parrott originalmente cargaba trenes llenos de mercancía y ahora, después de la ruptura de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba, sólo transportaba pasajeros, incluyéndome a mi. Al salir el ferry del puerto de la Habana a eso de las doce del día, me quedé mirando el Castillo del Morro hasta que desapareció de mi vista. El plan era encontrarme en Miami con mi amiga Ofelia, y su familia quienes habían salido de Cuba un año antes y generosamente le habían ofrecido a mis padres el darme albergue hasta que pudiera regresar a Cuba – seguramente la estancia sería de no más de un año. Así todo, quería grabar en mi corazón la imagen del Morro que simbolizaba la patria donde nací y el único país que había conocido en mis trece años y medio de nacida.
El ferry llegó a West Palm Beach el 5 de julio al mediodía. Me dio la bienvenida a este país Elenita, una amiga de mi familia que vivía en esa ciudad West Palm Beach. Había un fuerte calor en el puerto y ella me ofreció una Coca Cola bien fría. Me la tomé entera y esto ayudó a quitarme la sed que tenía. (Afortunadamente los abrigos que mami me había insistido que llevara estaban guardados en la maleta.)
Una prima de ella, también llamada Elena,me llevó en automóvil al Northeast de Miami, a casa de unos familiares. Pasaría una semana antes de que me llevaran a casa de mi amiga.
Esa noche fui caminando con mis familiares a un centro comercial que quedaba cerca. Vi un Walgreens por primera vez. Entramos en una tienda similar al Woolworth que había en Cuba que llamábamos “tencén” (de “ten cent store”). Ahí vi por primera vez un bebedero que tenía un letrero que decía “Colored” y otro que decía “Whites” y también puertas de baños igualmente marcadas. Le pregunté a mis acompañantes que qué querían decir esos letreros y por qué estaban ahí. No recuerdo muy bien lo que me contestaron, pero los letreros se me quedaron grabados en mi memoria.
Tanto ha pasado y tanto ha cambiado en esos 62 años que han transcurrido. El plan de regresar a Cuba en un año, nunca se dio. Mi sueño de adolescente de educarme para poder regresar a Cuba y servir ahí quedó truncado. Los planes personales tuvieron que cambiar, tanto los importantes, como los insignificantes.
Tristemente, sin embargo, la situación en Cuba casi no ha cambiado en 62 años. Siguen saliendo de la isla cubanos desesperados porque las condiciones cada vez empeoran más. Siguen separándose las familias.
En los Estados Unidos, el país que me acogió, sí ha habido cambios en estos 62 años. Terminó la segregación explícita de la era de Jim Crow: no hay más letreros en los bebederos y en los baños, y han habido cambios en las leyes civiles. Aunque todavía queda mucho más por hacer, ha habido progreso. En “La Colina que Escalamos” la joven poetiza americana Amanda Gorman describe a los Estados Unidos como “una nación que no está quebrada/sino simplemente incompleta.” Si aplicáramos su bella poesía a Cuba le llamaríamos “La Colina que descendemos” y describiríamos a la isla como “una nación quebrada/cada vez más destruida.” Cuba en vez de progresar ha retrocedido.
Aunque no he regresado a Cuba ni de visita, regreso cuando leo o escucho los relatos de las personas que la han visitado en las diferentes décadas, en las fotos que ellos me han enseñado, en los libros escritos por personas que vivieron ahí mucho más años que yo, y sobre todo regreso cada vez que escucho a aquellos que siguen llegando.
También regreso a Cuba en mis recuerdos, especialmente en días como hoy al recordar mi salida: las maticas de frijoles negros en la maceta de barro y el conejito blanco.
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Doy gracias a Dios, y a todos los que han hecho posible el que haya podido vivir bien en esta gran nación, los Estados Unidos, mi país adoptivo. A la vez, me preocupa la situación de los miles y miles de personas que hoy día buscan salir de Cuba, Venezuela, Nicaragua y Haití bajo el nuevo programa de parole humanitaria de los Estados Unidos que admite a 30,000 personas de esos países cada mes. Ruego para que se haga todo lo posible por acelerar ese proceso.
Le deseo a cada uno de los que logren llegar la misma bienvenida y buen trato que recibí yo hace 62 años.